cuentosdeamalgama: 26 de noviembre de 2006

domingo, noviembre 26, 2006

HOY VUELVO A ESCRIBIR


LUNA


Abro mis ojos, la visión es borrosa, como si hubieran pasado cien años cerrados.
Trato de recordar, ubicarme, reconocer la realidad.
Es una habitación blanca, totalmente blanca. Las luces son tenues pero molestan mis retinas. Hay silencio, un silencio sórdido y frío.......Entonces pienso:
Fue aquel verano de vacaciones que llegué a la villa donde moraban mis tíos abuelos. Iba con disgusto, hubiera preferido pasar aquellos días de descanso
con mis amigos de colegio, en la playa donde todos los años nos juntábamos a cometer abusos. Pero mis padres ya habían decidido mi destino próximo y aquí estaba yo, con mi ligero equipaje, descendiendo del tren luego del agobiante viaje que diez horas antes había iniciado.
Parados como estatuas y con el gesto patético del saludo con la mano en alto, mis tíos esperaban en el andén de la vieja estación. Se aproximaron con la velocidad que sus acumulados años les permitían y en un ritual familiar exclusivo, con discursos, abrazos y besos incluidos, me recogieron e iniciamos el camino a su morada.
La casa, añeja como ellos, pero bien conservada, todavía mantenía el señorío de épocas gloriosas. Sus jardines lucían impecables, cuidados y con un toque de distinción. Al entrar me sorprendió el interior, sobrio, con decoraciones pequeñas pero emotivas. Se podía plasmar la calidez del lugar en un solo pantallazo visual.
Me agradó, pero me cuide de no expresarlo, solo hice los agradecimientos formales que el rigor exige.
Luego de mostrarme la habitación e invitarme a un baño reparador, me informaron que en dos horas una cena especial en mi honor me esperaba. Debajo de la ducha dejé que mi cerebro hilvanara toda clase de elucubraciones. Algo que motivara mi existencia durante los próximos dos meses que duraría mi obligado retiro. Pero todas las fantasías imaginadas se desvanecían al volver a la realidad y advertir que en aquel pueblo olvidado en el tiempo poco y nada podía interesarme. ¡O eso creía. !
Llegado el momento, bajé de mi habitación hacia el comedor luciendo ropa limpia y todo lo presentable que un joven de veinte años consideraba acorde.
Al final de la escalera mis tíos esperaban mi llegada con rigurosa formalidad y acompañándome con delicadeza, fuimos hacia la enorme mesa que reinaba en el centro de la sala.
Lo que allí encontré no estaba ni remotamente en mi imaginación veinteañera. No me refiero a la excelente disposición de la vajilla, ni a la exquisita mantelería, ni siquiera a la gran fuente en la cual un pavo dorado reposaba escoltado por guarniciones exquisitas a la vista y al olfato. No, nada de eso. Mis ojos se congelaron al verla, allí, en el extremo opuesto de la mesa, nívea, con una sonrisa angelical en el rostro. Con el cabello brillante que en grandes bucles le caía como cascada sobre sus hombros desnudos. Su mirada luminosa del color del mar me penetró hasta los huesos y devolví la atención recorriéndola de pies a cabeza, como absorbiendo el espíritu de una obra de arte.
Fueron minutos de contemplación, debajo de su vestido de hada pude adivinar su exquisito y torneado cuerpo. Nada evidente, pero expuesto a la imaginación ardiente de quien como yo, había perdido la noción del tiempo y el lugar. Sus senos, pequeños pero turgentes, asomaban tímidamente del encaje y un crucifijo reposaba sobre ellos, causando mi envidia en un sacrílego pensamiento.
Su delicado brazo de tersa y rosada piel se extendió, alcanzando una pequeña mano de finos dedos hacia mí y con una voz dulce como canto de sirena, murmuró mi nombre y el encanto del momento se coronó al sentir la tibieza de esa mano aprisionada por la mía, en un saludo que aceleró mi corazón desbocado.
Fue un instante único, que marcó en mi corazón una huella indeleble y formó en mi cerebro una idea, un deseo irrefrenable, una obsesión ciega de conseguir que ella deseara a mi persona como yo, que al momento de conocerla ya la había convertido en mi única meta.
Mi tío advirtió el fuego de mi mirada y con diplomacia nos apartó luego de las presentaciones.
Ocupé un extremo de la mesa, contiguo a ella, sintiendo como su halo mágico me tocaba y despertaba mis instintos en lo más recóndito de mi ser.
Fue una noche inigualable, no recuerdo de que conversé con mis anfitriones, ni siquiera recuerdo si la comida me satisfizo. Ella, solo ella ocupó y ocupa mi mente desde su aparición en mi vida, que a partir de ese momento cobró sentido.
Casi no dormí, pese al cansancio del viaje, esperando el nuevo día con la sola motivación de volver a verla. Bajé a desayunar y mi tía se esforzó por satisfacerme y hacerme sentir bien. Estábamos solos los dos y compartimos minutos eternos, amenizando con recuerdos que ella rememoraba como ilustrándome del pasado. Transcurrió la tertulia y la pregunta obligada se volvía incontenible en mi garganta y no soporté más el deseo reprimido. La inquirí por Luna – un nombre que no merecía, porque era un sol que brillaba con luz propia- cuestionamiento que mi tía trató de evadir con sutilezas, pero debido a mi insistencia se rindió a mis exigencias y con voz serena y pausada, con un gran esfuerzo de su parte, me relató lo siguiente:
“Mira Darío; no quiero embargar tus ilusiones, ni amargar tus alegres deseos. Soy una persona adulta y con solo observarte adivino tus propósitos. Pero quiero aunque sea doloroso, sepas la cruel verdad de Luna.”- Hizo una pausa prolongada y su voz pareció quebrada al continuar-
“Carlos- mi marido – y yo, recogimos a Luna cuando tenía apenas cuatro años. Su familia la abandonó en casa del médico del pueblo; el doctor Arroyo y el nos la entregó con la condición que le dedicáramos todo nuestro esfuerzo a esta criatura y nos informó de su condición física precaria, alegando una dolencia incurable. Una terrible enfermedad que consume a diario sus defensas y con una expectativa de vida futura muy remota.
Hemos hecho lo imposible por mantenerla saludable y después de trece años de lucha, sabemos lamentablemente que su vida languidece, que la luz que iluminó nuestras vidas durante todo este tiempo, hoy es apenas un tenue titilar pronto a apagarse.”
Sus ojos se llenaron de lágrimas y rompió en un llanto desolado, aprisionando con sus manos su cabeza como queriendo aplastarla .La mire durante unos minutos sin decir palabra, pero cuando levantó la vista para mirarme, le dije:
“Tía Elvira, comprendo y comparto tu pena, pero anoche cuando conocí a Luna, no me pareció una persona con una enfermedad terminal, sino todo lo contrario, Me dio la imagen de un ángel. Una persona lo mas cercana a una deidad.”
“Sucede querido Darío- me contestó- que las drogas con las que esta medicada provocan en ella una normalidad aparente, pero efímera, solo unas pocas horas que puede abandonar su lecho de enferma y realizar una pequeña caminata. Pero es solo eso, momentos de una aparente y artificial normalidad. No te engañes, Luna tiene esos pequeños recuperos cada vez en menos lapso de tiempo y no debe exigirse a esfuerzos de ninguna naturaleza. Espero que entiendas la situación; no es un capricho, es una exigencia.” –concluyó-
La charla me impactó sobremanera y las palabras por mi tía vertidas provocaron en mí el efecto devastador de la impotencia.
Un gusto amargo, una presión sobre mi garganta agolparon la sangre sobre mis sienes y me sentí como el ser más inútil de la tierra, imposibilitado de cambiar la situación, como mero espectador de la máxima injusticia.
Traté en los días subsiguientes de borrar su presencia de mi mente. Realicé las tareas más inverosímiles, los recorridos más ilógicos, me integré a grupos que ni remotamente cabían en mi idiosincrasia. Pero cada día que pasaba, cada momento que moría, cada segundo que terminaba provocaba en mi un hastío que me embargaba y me sumía en una depresión hasta hace poco impensada. Entonces, una tarde de desolación tuve la determinación y como si fuera lo último que haría en la faz de la tierra; me dirigí hacia su habitación, aprovechando la ausencia de mis tíos y sigilosamente como un ladrón al acecho, giré el picaporte y lentamente entré en su cuarto. Había una luz tenue provocada por una sola lámpara colocada sobre la cama. El efecto de sombra sobre su blanco rostro marcaba loa ángulos de su cara. Dormía. Parecía un ángel, tan tierna, tan lívida, tan dulce en su expresión.
Me acerqué y arrodillándome junto al lecho, me puse a observarla como quien contempla obnubilado un Van Gogh, o un Goya; o un Velásquez, o ……….
De pronto con un sobresalto abrió sus párpados, me miro con sorpresa al principio y luego un brillo paulatino fue encendiendo sus celestes y límpidos ojos.
“Darío-susurró con su acaramelada voz-no puedo creer este milagro. Hace días que sueño con abrir mis ojos y encontrarte, verte allí, contemplándome. Porque eres real, no en mi imaginación enfermiza, no es la ilusión de sentirme mujer aunque sea por un momento, no es el deseo impotente de perderme en el limbo sin sentir y expresar mis sentimientos.”
Descansó un momento en sus palabras, como si hubiera sentido el esfuerzo y tomando mi mano entre las suyas, continuó:
“Sé lo que sientes y no me avergüenza decírtelo, pero hay cosas que los tíos ya deben haberte aclarado y no puedo mentirte. Todo lo que escuchaste sobre mí es cierto; mi vida se apaga y yo lo presiento así, pero no quiero renunciar a mis más puros sentimientos. Es por ello que te pido con el corazón que te quedes y con mi razón que te alejes. Está solo en vos decidir y lo que hagas estará bien, no dudes que siempre te recordaré como lo más importante que me sucedió en mi vida.”
Apreté sus manos como queriendo retenerla, sentí un fuego en mi interior que me encendió y la sangre alborotada en mis venas bullía como magma. Sentí el palpitar galopante de mi corazón retumbar en mi cerebro y la racionalidad que imperaba estalló en deseo. Sin pensarlo y obrando animalmente me encaramé sobre su cuerpo y la miré con deseo y como abeja ávida, libé el néctar de sus labios, con desesperación, con arrebato, con pasión. Sentí su entrega al momento sagrado y sin medir mis actos fui descubriendo su cuerpo, plagándolo de besos y caricias, palpando cada milímetro de su piel con mis labios, sintiendo que mi virilidad se erizaba a cada momento al punto de percibir la temperatura del contacto íntimo que el desnudo nos profería.
Fueron momentos casi divinos y que llegaron al sumun de la pasión cuando me sentí dentro de ella y la excitación del coito nos transformó en etéreos, transportándonos del reino terrenal y elevarnos por el hilo del orgasmo hacia el infinito. No sentía sus uñas clavadas en mi espalda, solo miraba sus ojos cerrados y escuchaba su respiración entrecortada, como queriendo recuperar el aire consumido momentos antes.
Fue entonces que sentí abrirse la puerta de calle y en un gesto espasmódico me separe de ella, que con un gemido de lamento, aborreció la separación de nuestros cuerpos. Ese momento me desesperó, mis tíos estaban de regreso y no quería que me descubrieran en un acto tan comprometedor. Me vestí en un segundo y antes de irme, como un último deseo reprimido, besé su boca profundamente. Ella cerró sus ojos como descansando y la imagen de su rostro enrojecido de placer fue la imagen que llevé conmigo.
El resto del día lo pase vagando por el pueblo. Traté de evitar miradas indiscretas de mis anfitriones y por ello regresé tarde a la noche; luego de la hora de cenar y me dirigí directamente a dormir.
El nuevo día quizás me deparará emociones tan hermosas como las hoy vividas. Recordando ese momento me ganó el sueño.
Cuando bajé a la sala en la mañana siguiente, me encontré con gestos adustos y miradas inquietas por parte de mis tíos. Mi cerebro empezó a imaginar que algo sabrían del encuentro amoroso de Luna y mío. Me sentí algo incómodo y culpable, pero no dije palabra, como si todo estuviera normal. Pero el tío Carlos, con la mesura que acostumbraba rompió la tensión al decirme:
“Querido Darío, no es mi intención inquietarte, pero sucede algo que lamentablemente creí que nunca pasaría. Siempre mi mente supo que la salud de Luna pendía de un hilo muy delgado, pero mi corazón me alentaba en un esperanzador milagro; que algún día por circunstancias equis, mi adorada Luna recuperaría sus deseos de vivir y sus dolencias desaparecerían. Pero ese día nunca llegó y hoy debo darte la penosa noticia que el médico me transmitió ayer tarde cuando vino a verla; difícilmente pase con vida del día de hoy. Si bien se la ve entusiasta y feliz, su salud se resquebrajó de tal forma que ni siquiera puede abandonar su lecho. Algo en ella cambió diametralmente y solo estamos esperando que descanse en paz.”
Me quedé absorto, inmóvil y traté de reaccionar a la infausta noticia escupiendo la verdad, informándoles mi miserable acto de pasión enferma. Pero no, no pude pronunciar palabra, solo sentí que mis ojos se llenaban de lágrimas y como un niño desconsolado, me aplasté a llorar en un rincón.
Anochecía cuando el médico bajó de la habitación. Un silencio sepulcral invadía la sala. Todas las miradas expectantes acribillaron al galeno, quien con una pasmosa parsimonia nos reunió en el living y dijo: “Creo que por fin la paz ha llegado al corazón de Luna, debo decirles con congoja pero seguro de que es lo mejor, que ella ha dejado de existir y su sufrimiento ha finalizado.”
Siguió hablando, pero solo el eco de sus palabras resonaban en mis tímpanos aturdidos por la noticia. Perdí la noción del tiempo-distancia, me elevé en un vuelo trascendental e imaginario hacia un limbo sub-natural. Todo era irreal e intangible, ningún sonido me devolvía a la realidad y solo una embrionaria idea se forjaba en mi acelerada mente: ¡Acabar con mi vida terrenal! ¡Acoplar mi alma a la suya en el viaje hacia el infinito! Todo era mi culpa y solo redimiría mi angustia interior con una decisión única.
Corrí escaleras arriba como un alienado en busca de la ansiada libertad; pude observar la sorpresa de los demás al verme actuar de esa manera. Llegué hasta la puerta del cuarto, la cual estalló por la violencia de su apertura, me arrodillé ante su cadáver aún tibio y mirándola con pasión, indignación y remordimiento, tomé el cortapapeles que adornaba su tierna mesa de lectura y con una insana decisión, sin dudarlo, lo hundí en mi pecho latente de amargura. Sentí la tibieza de la sangre en mis manos que temblando buscaron las suyas, encontrándolas, aprisionándolas y con un último dejo de voluntad, con el postrer hálito de vida, me encaramé sobre su angelical cuerpo yermo y en mi acto reflejo final; la besé, la besé con la desesperación de quien sabe que su existencia perdura solo ligada al ser amado.
Y allí estuve, estoy y estaré por la eternidad, con ella, por ella, en ella. Por siempre-si hasta siento la dulzura de sus labios-.



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